lunes, 24 de octubre de 2011

Al otro lado del río Drexler

Clavo mi remo en el agua
Llevo tu remo en el mío
Creo que he visto una luz al otro lado del río

El día le irá pudiendo poco a poco al frío
Creo que he visto una luz al otro lado del río

Sobre todo creo que no todo está perdido
Tanta lágrima, tanta lágrima y yo, soy un vaso vacío

Oigo una voz que me llama casi un suspiro
Rema, rema, rema-a Rema, rema, rema-a

En esta orilla del mundo lo que no es presa es baldío
Creo que he visto una luz al otro lado del río

Yo muy serio voy remando muy adentro sonrío
Creo que he visto una luz al otro lado del río

Sobre todo creo que no todo está perdido
Tanta lágrima, tanta lágrima y yo, soy un vaso vacío

Oigo una voz que me llama casi un suspiro
Rema, rema, rema-a Rema, rema, rema
Clavo mi remo en el agua
Llevo tu remo en el mío
Creo que he visto una luz al otro lado del río

lunes, 2 de mayo de 2011

Todo va a estar bien

          Detenido frente a esta puerta siento el frío eterno de la muerte, una premonición, una visión trágica, un recuerdo borroso se mezclan en mi cabeza y el vértigo de una caída profunda explota en mí. Tranquilo. No puedo, no puedo estar tranquilo. Yo hubiera querido morir en paz, echado en mi cama, dormido si es posible, y dejar de respirar sin darme cuenta. No va a pasar nada. Y sin embargo siento que ya todo ha pasado, y que lo que me resta por hacer en la vida es justamente morir, es solamente cruzar esa puerta que no sé bien a dónde conduce.

Ayer vino a mí el recuerdo de una vida que no viví. Estuve sentado en un rincón de la casa de mi papá, al costado de una lámpara sin luz ni vida, pensando en cosas tontas que me atormentan desde que nací. Vi cosas que no sé bien si son solo recuerdos o imágenes que mi mente distorsionada inventó. Recordaba un beso, una caricia tan cercana pero a la vez tan lejana. Mi padre me vio al entrar a su casa, en su mirada solo había lástima. No, no. Creo que había temor, miedo. Y yo sentí tanta pena por él. Y sentí tanta pena por el mundo, por mí mismo. Tranquilo, todo va estar bien.

Nunca pensé que dar una paso tuviera la misma carga que un disparo en la boca, o saltar de una silla y dejar que una soga amarrada al cuello se llevé todo de una vez. Jamás había pensado tanto en la muerte. Bueno, sí, pienso mucho en ella. Pero quiero decir que jamás pensé en la muerte tan cerca como ahora, que la puedo sentir a un paso, al cruzar una puerta.

Su mano tocó mi hombro y yo sentí que ya todo estaba decidido. Y sin embargo todo era tan bello. Y sin embargo yo sabía que la muerte se iría acercando con cada minuto perdido en mis pensamientos. Ella me habló al oído. Todo va a estar bien. Pero yo lloraba por dentro y sabía que nada estaba bien. Que nada es esta vida o en la otra iba a estar bien.
Siento tanto temor. Las lágrimas recorren mi interior buscando escapar. Así que esto era la sensación última de la muerte. Así que así se sentía un condenado a la silla eléctrica a tan solo segundos de que aquel que recita su condena dé la orden de muerte. Cuando escuché la voz de aquel hombre vestido muy dignamente de blanco cantarme mi sentencia, solo en mi mente podía estar Vallejo. Estaba triste hasta los pies y más triste hasta los tobillos.
Mamá, deja de llorar, dejen todos de llorar, ¿acaso ven caer por mi rostro una lágrima? Sin embargo mi madre que me conoce desde que ni siquiera existía sabía la pena tan grande que me consumía. Y tal vez pensara que lo que me terminaría matando sería la pena.
Todo va estar bien, amor. No, tú sabes que no. Cuando la conocí mi vida tomó un aire que la verdad no pensé que tendría oportunidad de experimentar. Me sonreía desde lejos, me miraba con ternura y su voz se acercaba a mí de tal manera que ya nada existía. Y ahora el dolor me consume por ella. Porque no sé si a donde voy existan los recuerdos.
El paso que faltaba. La puerta que se abre lentamente. Y yo tan solo siento que todo va a estar bien.

martes, 12 de abril de 2011

La casa muerta

Desde que la llave gira y la puerta chilla estruendosa al abrirse, descubro el frío intenso de estas paredes carcelarias. Una pequeña maceta con una lúgubre flor marchita me dan la bienvenida a la casa muerta. Cruzo el pequeño patio delantero cubierto por enredaderas secas, rosas marchitas y polvo a montones. Todo es distinto aquí adentro. El atmósfera pesada, el olor a viejo, el sonido a desolación; todo oprime fuertemente mi pecho, y me descubro tan vulnerable a la muerte. En esta casa no puedo sentir protección, jamás existió un hogar cálido y amigable. Porque deben saber algo: en la casa muerta los muertos viven, respiran y caminan, pero cada uno vive o muere, en todo caso no importa, en soledad, como si el cielo o el infierno de cada uno no pudiera ser compartido con los demás. Yo vivo mis días muertos también solo. Respiro el mismo aire que cualquiera afuera, pero el aire de esta casa es tóxico, envenena cada órgano y cada recodo del alma.
Atrás queda la luz del día, el calor intenso y el aire puro. Adentro el mundo es oscuro y triste, tanto que visto el mundo desde la única ventana que da a la calle la visión es pesimista, trágica. Reconozco que tengo mucho miedo a asomarme por esa ventana y ver afuera el infierno o el cielo. La ventana está en la habitación más grande, el que alguna vez ocupó mi abuelo, mi padre y mi madre, mi prima, mi primo, y en el cual yo rehusé vivir. La habitación es amplia, y eso la hace más tenebrosa. Los sonidos del mundo se pierden antes de entrar, es una cámara del silencio, donde los ecos del interior retumban eternamente. Yo dormí allí una vez en mi vida, puede oír el lamento de mi abuelo, los sollozos de mi madre y los gritos de mi padre. Desde entonces la pena me mata. Esa habitación de la que les hablo ahora permanece cerrada, pero no con llave, cualquiera puede entrar y ver la extraña luz que entra por la ventana e incita a asomarse y descubrir la tragedia del mundo. Pero nadie entra, para todos nosotros esa puerta permanece cerrada y nadie habla de ella. Pero en esta casa es muy fácil no decir nada. Las comidas en familia, cuando las hay, que son muy pocas veces, por suerte,  transcurren silenciosas, apenas el ruido de los cubiertos provoca un eco espantoso que hace perder la calma. Todo sucede en medio de una tensión aguda, al borde de estallar.
Hoy parece no haber nadie en casa. ¡Vaya tontería! Si siempre parece no haber nadie, los muertos son silenciosos. Pero ahora que lo pienso bien, más que muertos, todos los que aquí vivimos o morimos, como se quiera, somos fantasmas de aquel que vive en el mundo exterior. Pues no crean que siempre estemos muertos. Al pasar esa puerta y recuperar nuestros pulmones el aire del exterior, nuestro cuerpo es materia palpable otra vez.
Subo muy despacio por las escaleras hacia mi habitación. Allí la luz es tísica y la sombra gorda, como diría Vallejo. En general la casa se mantiene siempre a oscuras. Yo intenté alguna vez abrir las ventanas de la sala y el comedor, pero la luz se rehusaba a entrar, como si el miedo se apoderara de la luz, al menos eso me pareció. Pero, como ya les dije, la ventana que da a la calle es la única por la cual entra luz, ¡pero qué luz señores!, ya les hablé de mi miedo a esa luz y a esa ventana y no diré más.
Hoy no pretendo permanecer mucho tiempo aquí. Generalmente paso las tardes enteras leyendo en mi habitación, siempre en silencio, escuchando música en mi cabeza, ¡los audífonos son muy ruidosos! Hoy no. Hoy saldré a cualquier parte, caminaré por calles bulliciosas y caóticas buscando pistas de algo que no conozco. Hay ocasiones, hoy es una de ellas, en las que me gustaría conocer a Alejandra, tal vez a la Maga, o quién sabe, quizás encontrar un amor sin buscarlo, alguien que me saque del cementerio en el que vivo.

sábado, 9 de abril de 2011

Desde este extraño lugar llamado vida

El día que la conocí no sentí nada especial. Era una linda chica de sonrisa eterna y hermosa que me miraba desde la carpeta contigua. Ese primer día de clases en la academia lo había tratado de evitar de cualquier forma. Era verano y necesitaba descansar, creo que cinco años de secundaria cansan a cualquiera. En todo caso, llegué cuando la clase había comenzado. Me ubiqué en el último asiento de la fila pegada a la pared, desde allí veía las cabezas de todos esos desconocidos que pronto postularían a diferentes universidades. En ese momento me sentí perdido, yo no tenía intención de ingresar a ninguna universidad, no quería estudiar por lo menos un año. Desde mi lado derecho sentí el peso de una mirada y la sospecha de una sonrisa. Volví la cabeza: Laura me miraba risueña y curiosa.

No recuerdo cómo fue la primera conversación que tuvimos ella y yo. Pero desde entonces matábamos los minutos de receso conversando, sentados en las escaleras interrumpiendo a todos los que subían y bajaban. Recuerdo que ella me decía que si en ese momento sucedía un sismo, nosotros moriríamos aplastados o en todo caso ocasionaríamos un accidente enorme. Yo me reí de eso, ella estaba muy seria. Comíamos galletas de chocolate y tomábamos Coca-colas todos los días. En las salidas caminábamos durante horas pensando que tan solo habíamos caminado minutos y transitado un par de cuadras. Yo era feliz escuchando sus historias de amor, sexo, traición. Era la mejor contando chistes colorados y muy ilustrativa cuando me hablaba de sexo. Sin embargo yo jamás pensé en ella como alguien con quien podría estar o enamorarme o, simplemente, tener sexo. Era mi amiga, y hasta ahora siento que esa palabra nunca fue mejor utilizada.

Laura era hermosa en todo el sentido de la palabra. Tenía los ojos claros, la sonrisa enorme, eterna y hermosa. Me encantaba su forma de hablar, me enloquecía ver el movimiento de sus labios mientras hablaba. Y cuando se molestaba, fruncía los labios de una manera muy coqueta. Pero era su forma amable y directa de ser lo que me encantaba de ella. Podía hablar con ella de mil cosas y jamás desentonaba con ningún tema: nos daba lo mismo hablar de política, amor, sexo, deportes, cultura y mil temas más.

Faltaban dos semanas para terminar el ciclo verano en la academia preuniversitaria, yo había decidido estudiar comunicaciones. Fue cuando ella me dijo que estudiaríamos en la misma universidad. Estaba feliz.

No nos vimos las dos semanas entre el término de la academia y el inicio de las clases en la universidad. Yo la extrañaba muchísimo. Pensaba en ella todos los días. Todo era excusa para terminar pensando ella. Cuando comenzó la universidad nos veíamos poco. Ella estudiaba en las noches y yo en las tardes. Hablábamos cada vez menos, hasta que llegó el momento en el que no volví a saber de ella.

Hoy camino los mismos lugares que recorrí con ella. Puedo recordar su voz, sus labios, sus ojos claros y su linda gran sonrisa. Me pregunto si ella me recuerda. Si desde donde está puede recordarme, escucharme, ver mis pensamientos. Me pregunto también, si algún día la volveré a ver, hablar con ella. Hay una distancia irremediable entre nosotros: la muerte.

sábado, 19 de marzo de 2011

Frase incompleta

Odio los días en los que no te veo, pensaba mientras caminaba mecánicamente por calles que ahora no recuerdo bien. Sin duda eran calles tranquilas, sin ruido, sin gente. Caminaba pensativo y no me tropezaba con nadie, cosa extraña de por sí. Es decir, soy muy torpe al caminar, y me parece raro ahora, recordando ese día, que estando tan pensativo como estaba no me haya dado un golpe con alguien o algo. Hacía frío, eso lo recuerdo bien. Y aunque era invierno y la noche transcurría bajo una neblina absorbente y las luces de los faroles y las ventanas encendidas tenían un aspecto tenebroso, ese frío provenía desde adentro.

Su rostro una y otra vez venía a mí de manera inevitable. No sabía, y aún hoy no lo sé, si era su semblante lo que me provocaba esa tristeza. Me abstraía pensando en lo linda que era, y aún es, claro. Era una sensación que volvía a descubrir. O descubría recién. Me explico: si es que en realidad estaba enamorado debería sentirme extrañamente feliz, pero estaba extrañamente triste, y no tardé en darme cuenta por qué. Tenía enamorado, al menos eso sospeché a causa de cosas que no valen la pena mensionar. Pero¿era realmente eso? Ahora pienso que no, y todo a raíz de un sueño.

Desperté exaltado en la madrugada de alguna noche de verano, sudaba. Pero cosa rara, no me despertaba una pesadilla, sino un sueño tranquilo, alegre, y rarísimo. Ahora no lo recuerdo muy bien, pero recuerdo la parte más importante: la última. En mi sueño veía a una linda mujer desde lejos. Ella hablaba con otras personas de cosas muy divertidas a juzgar por su rostro. Era ella. Me imagino que yo debí poner una cara de cojudo al verla porque se me acercó alguien y me preguntó de repente.

-¿Te gusta verdad?

-Sí-. Respondí torpemente.

-Es muy linda.

- Así es. Hay en su belleza cierta dosis de tristeza que la hace…

Y terminó mi sueño sin poder terminar mi frase. Y ahora que recuerdo ese sueño, no creo poder terminarla jamás. Podría decir increíble, hermosa, fantástica, atractiva, etc. Pero no importa la palabra que utilice, siempre me quedará cierto vacío, una sensación de incompleto, como si ningún adjetivo fuese digno de completar dicha oración.

Caminé aquel día de invierno, pensando tristemente en ella, sin imaginar siquiera el sueño que tendría posteriormente. Apenas la había visto un par de veces. Y no recodaba dónde. Pero sentía el influjo de quien ve a alquien por primera vez y queda prendido de esa persona. Ahora sé que la vi muchas veces por primera vez. Y aunque parezca más enredado de lo que en realidad es, yo no dudo que fue así. Y Aún ahora que la veo, creo encontrarme con alguien a quien jamás he visto, y de quien me vuelvo a sentir atraído inevitablemente.

domingo, 16 de enero de 2011

Noche de rompecabezas

         Habías esperado tanto este momento, lo habías imaginado tantas veces que cuando llegó te quedó un vació ¿qué estaba fallando? ¿Por qué esa sensación de vacío, de parcialidad, como esa sensación al ver que falta una pieza en el rompecabezas más complicado, estropeado por esa última ficha? ¿Cuál era la ficha que faltaba ahora? Todas estas preguntas inundaban tu mente mientras sentías en tus labios ese movimiento delicado y tierno de los labios de ella. Sentías, también, sus manos, de dedos largos y hermosos, acariciándote la espalda y la cabeza, mientras sostenías su cintura con mucho cuidado, como queriendo no romper una pieza muy delicada. ¿Por qué no te sentías realizado con este beso tierno que tanto esperaste?

¿Cuánto tiempo habías estado enamorado de ella? Años. Desde la secundaria. Desde que la viste habías esperado este beso, esa caricia bienhechora en tu espalda y tu cabeza, mientras ese largo beso te quitaba el aliento. Si la amabas tanto, ¿entonces qué? No encontrabas una respuesta a estas preguntas. Aunque en el fondo estaba muy claro y, a lo mejor solo era cosa de voltear la cabeza. La amabas, pero, indudablemente ella no a ti. Lo habías sabido siempre ¿no?, y aún así jamás te importó. ¿O sí?

A ti siempre te gustó, en cambio a ella le había costado un año darse cuenta que existías. Ese día lo recordabas bien. Comenzaba quinto año y, como siempre, tú eras el primero en llegar al aula cada día. Los rezagos del verano aún se sentían, el sol naranja arreciaba, y el interior del aula estaba plagado de esa luz. Entonces entró ella. Luego, cuando lo pensaste mejor, si no hubiera sido por esa casualidad, por el hecho de no haber nadie más en el salón, ella jamás se hubiera fijado en ti. Pensaste luego que si alguien más hubiera estado en ese momento ella no te hubiera dirigido esa sonrisa inmensa y blanca. Sí, seguramente eso hubiera pasado, porque luego de unos minutos alguien más entró al salón y tú volviste a desaparecer de su mundo.

Mientras sentías ese calor en tu estómago, que se expandía en todo tu cuerpo, recordabas con tanta nitidez la primera vez que ella te había hablado. Fue a la mitad de ese último año de colegio. Después de tantos meses espiando cada gesto dulce de ella desde lugares diversos y lejanos a ella, buscando impregnar en tu memoria, como en una cámara fotográfica, sus ojos grises, siempre vidriosos. Faltaban pocos días para el viaje de promoción, ¿qué dijo? Eso no lo llegabas a recordar. Te había agarrado de sorpresa con una pregunta a quemarropa. Ni te había saludado, nada, simplemente se acercó y ¡zas! Que te dispara la pregunta. Te costó una barbaridad salir de ese estado de coma, de congelamiento. No recordabas qué te dijo, solo el momento, como ver una película en “mute”. ¿Cuánto duró? Para ti una eternidad, eso es seguro. Pero en realidad no habían cruzado sino un par de preguntas y tus respuestas monosilábicas.

Te había sorprendido mucho verla años después de la mano con ese tipo. No te sorprendía verla con otro tipo, durante la secundaria ella había tenido dos enamorados. No era una sensación nueva. Lo que te había sorprendido era verla a tan solo unas cuadras de tu casa, además del simple hecho de verla otra vez luego de tres años. La última vez que la viste había sido en la graduación del colegio. La veías desde lejos abrazándose con sus amigas y amigos, deseaste tanto recibir un abrazo de ella, pero no ocurrió. Pero te había sorprendido todavía más escuchar tu nombre desde lejos. No lo podías creer. Y tú que pensabas que ni sabía tu nombre. Igual, tu inseguridad hizo que no voltearas la cabeza, creías que no era contigo la cosa, que ella llamaba a alguien más con el mismo nombre que tú. Otra vez tu nombre entonado por su voz amigable, tierna y a la vez tan segura. Volviste la mirada y la viste levantar la mano, lanzándote un saludo desde lejos, mientras con la otra mano sostenía el brazo de su acompañante. Otra vez quedaste congelado.
 
Se acercó a ti y te dio un beso y un abrazo, te saludaba como se saluda a un gran amigo al que no se le ve desde hace mucho tiempo atrás. Te presentó a su acompañante, tenía un nombre complicado. Luego del cómo estas, dónde estudias, qué estudias, qué sabes de fulanito o tal muchachita bajita y más, ella te sorprendió, como tantas otras veces sucedería desde entonces, con una pregunta: ¿Cuál es tu número de teléfono? No perdamos contacto. Deberíamos reunirnos con la promoción un día. Entonces se despidió. La emoción se hacía visible en tus manos temblorosas y tu sonrisita idiota, la misma que ponías cuando te encontrabas en una situación bochornosa.

Esa noche ni dormiste. Te la pasaste reviviendo viejas ilusiones de la época escolar. Nadie te quitaba esa sonrisa boba de la cara. En la oscuridad de tu cuarto, el recuerdo de esa tarde se repetía una y otra vez. Estabas en un estado entre despierto y dormido, observando atentamente las hojas de un libro que estaba sobre la mesita de noche, cuando sonó el teléfono en el primer piso. ¿Qué hora era? La emoción se apoderó de ti al instante, corriste al primer piso y contestaste. ¿Aló? Era ella. Y como esa primera vez que te dirigió la palabra, no se detuvo en un saludo, fue al grano con otra pregunta a quemarropa. ¿Estás ocupado? ¿Puedes salir? Claro que no estabas ocupado. ¿Quién está ocupado un día martes a las tres de la madrugada? Claro que se verían. Ibas inmediatamente. Te vestiste tan rápido como pudiste. A tropezones bajaste las escaleras, encendiste el viejo carro herencia de tu abuelo y partiste.

La encontraste en el lugar previsto, sentada sobre la vereda con las manos abrazando sus rodillas. Hacía frío. La abrigaste con tu casaca y la subiste al carro. Sus ojos estaban vidriosos, como siempre. No. No como siempre. Había llorado. Era realmente hermosa, pensabas, mientras le veías la cara, de perfil, ligeramente inclinada hacia adelante. ¿Lloraba? Sí, lo hacía en silencio. De sus ojos salían lágrimas que recorrían sus mejillas y desembocaban en sus piernas. Nunca volverías a verla llorar. No te atrevías a preguntarle qué le pasaba. Solamente manejabas a la deriva, sin rumbo. No tenía a quién llamar, perdón por despertarte a esta hora. No importaba. La llevaste a su casa. Cuando llegaron, ella permaneció quieta en el asiento del copiloto. Tenía le expresión muy lejana, los ojos clavados en la calle interminable. Luego de unos segundos ella se despidió sin decir palabra, sólo levantando la mano derecha y moviéndola de un lado a otro con apática tristeza. Mientras volvías a casa, el daguerrotipo de su rostro de perfil, inmensamente triste, se repetía una y otra vez en tu memoria. Era muy hermosa.

Amanecía cuando llegaste a casa. Muy pronto te bañaste y saliste a la universidad. Los días siguientes solo pensarías en ella. Te intrigaba saber qué había pasado esa noche. ¿Cuánto tiempo pasó? Mucho, sin duda. Para ti el tiempo ya no se medía por días ni horas, sino por las veces que pensabas en ella. Miles al día. Estabas sentado, luchando para concentrarte en hacer un trabajo, cuando el timbre irrumpió en la paz de tu casa. A través del ojo mágico su rostro no perdía su belleza. Congelamiento, descongelamiento. Abriste la puerta, y ante ti otra vez su gran sonrisa. Vengo a darte la casaca que me prestaste, la encontré mientras ordenaba mi cuarto, hace semanas que no lo hacía. ¿Cuánto tiempo hablaron? Horas. Ella estaba sobre tu cama, con los pies descalzos, ojeando el libro que tenías en la mesita de noche. Hablaron de libros, música y del colegio. Te sorprendió que ella recordara ese primer acercamiento, cuando, en ese salón cubierto por esa luz naranja de la mañana, te sonrío. Se fue muy entrada la noche.

No sabías qué pretendía. Si estaba enamorada de ti o no, si al menos le gustabas. En toda esa conversación te había hablado de miles de cosas, pero nunca de las personas con las que había salido los últimos años, ni del tipo de nombre raro. El resto de la noche transcurrió mientras terminabas apresurado el trabajo de la universidad.

Te irritaba no saber nada de ella durante semanas. Desaparecía durante días cada vez más largos para ti. Esperabas con impaciencia el sonido del timbre de la puerta y corrías excitado hacia la puerta, y era cualquiera menos ella. El teléfono jamás sonó. Jamás te atreviste a pedirle el número de celular o de teléfono. Y si te hubieras atrevido, tu atrevimiento no huera alcanzado para marcar y llamar. Desde siempre sus encuentros los decidía ella. Así sería también esta vez.
 
Te despertó el timbre de la puerta. Eran las cinco de la mañana. El cielo comenzaba a iluminarse tímidamente. Entró muy tranquila, llevaba ropa de deporte. Te llamó la atención, a diferencia de otras veces no sus ojos, sino esa armonía que formaba sus ojos con sus labios, su nariz y su cabello muy negro. Jamás decía hola. Esta vez tampoco. Habrá una reunión de la promoción el sábado, iremos juntos, pasas por mí a las nueve. Se despidió son una sonrisa cómplice y traviesa. Se fue trotando, sin darte la oportunidad de responder o aceptar la invitación, si es que a eso se la podía llamar invitación, era más bien una orden. Y así hubiera sido una invitación, y te hubiera dado la oportunidad de decidir, igual hubieras dicho que sí.

Muy puntual como siempre tocaste el timbre de su casa. Estaba más hermosa que nunca. Tenía puesto un pequeño vestido negro, usaba tacones altos. Hasta entonces jamás habías visto la forma tan perfecta de sus piernas. Camino a la fiesta no cruzaron palabra. Ella estaba muy seria mirando con atención las puertas de las casas. Encendió un cigarrillo. Desde que la había encontrado otra vez, esa vez estaba más callada que nunca, muy misteriosa. Siempre misteriosa. Solo habló cuando llegaron a la fiesta. No bailaron, no bebieron. Solo se miraban y, esporádicamente, hablaban de cosas sin sentido. Le habías perdido el miedo a su presencia, a su belleza.

Entonces ocurrió. Lo habías esperado durante tanto tiempo ¿no? Lo habías imaginado tantas veces. Al fin ella acercaba sus labios a los tuyos. Sentías el aroma de su piel tan cerca. Era un aroma dulce. Pero, algo andaba mal. ¿Te habías dado cuenta? Claro que sí. El tipo de nombre raro estaba delante de ustedes y miraba atentamente la escena. Entonces supiste, sin lugar a dudas, que no le importaste. Pero no te sentías mal. No. Te habías quitado un peso de encima. No sabías bien qué era. Pero la ligereza con la que te pusiste de pie y la seguridad con la que saliste del lugar y te fumaste unos cigarrillos en la calle, no eran propios de tu personalidad. Sin duda algo había terminado. Eso te hacía bien, como cuando se encuentra la pieza perdida que faltaba para armar ese difícil rompecabezas que nos tomó tanto tiempo armar.