sábado, 18 de septiembre de 2010

FIN

Una llamada cambió el rumbo de mi vida. No fue una llamada con un mensaje fúnebre, ni una llamada anónima amenazándome de muerte. No, nada de eso. Era mi papá que llamaba para avisarme que el fin de semana vendría a casa a pasar un tiempo conmigo. Me extrañó mucho que él quisiera venir, nunca antes lo había hecho. Debo decir que la relación con mi padre no es de las mejores. Nunca pude perdonarle del todo su distanciamiento cuando yo apenas era un niño.

Me quedé sentado luego de colgar el teléfono. Fueron horas en el sofá de cuero que mi novia me había regalado por mi cumpleaños número veintisiete. Mi casa estaba a oscuras a las diez de la noche, ni una luz prendida. Solo se filtraba por la ventana de la sala una luz blanca, misteriosa, que llenaba de brillo el techo, y lo colmaba de sombras tenebrosas. Recordé algunos episodios de mi vida, de cuando era un niño. Eso me entristeció. Sentí una pesadez difícil de explicar, no entendía por qué me afectaba tanto la llegada de Fernando.

No sé cuantas horas más me quede despierto, sentado en el sofá. Desperté muy temprano. En el celular, unas veinte llamadas perdidas. Era Jenny. Amaba a Jenny, era dulce conmigo. Me gustaban sus ojos grandes color café claro. Nunca me sentí merecedor del amor que ella me demostraba. Sentía que era mucho premio para un tipo parco y melancólico. No entendí jamás cómo ella me soportaba, cómo es que ella nunca se dejó envolver por la tristeza de mi vida. Era ella quién lo envolvía todo con un aire de paz y aromas florales. Ella era un paréntesis en medio de tanta soledad. Debo reconocer que con ella me sentía menos solo. Con ninguna otra persona experimenté tal sensación.

Todo ese día estuve pensando en posibles conversaciones con mi padre. Sabía que su visita no era casual. Me perturbaba la idea de sentir invadida mi soldad. Yo vivía solo, y eso me gustaba. Jenny pasaba algunas noches conmigo, pero muy raras veces. Fernando se quedaría una semana, según me dijo. Por la tarde vino a mi memoria un recuerdo antiguo, quizás el más viejo que guardo. Recordé que caminaba con una lonchera azul en la mano, una pequeña mochilita en la espalda, llevaba un guardapolvo de cuadraditos azules y blancos, me dirigía a mi jardín, nadie me acompañaba, caminaba lento, quizá ya entonces percibía el valor de la soledad en mi vida.

Por la noche, Jenny estuvo unos minutos en mi casa. Le conté lo mal que me sentía. Ella me dijo que me amaba y que me llamaría mañana para ver cómo iban las cosas. Me regaló una sonrisa tierna y me dijo con un tono suave, maternal, que descansara, mañana llegaría papá y tenía que estar bien, al fin y al cabo era mi padre. No dormí ni un minuto esa noche.

Muy temprano por la mañana el timbre sonó dos veces. Los nervios previos desaparecieron en dos golpes sonoros estrepitosos que arremetieron contra la calma de mi vida. Cuando abrí la puerta encontré a un tipo venido a menos. Tenía los ojos rojos, su cabellera no conservaba el brillo de antaño, su rostro era invadido por arrugas exageradas. Hola papá. Me abrazó sereno. Algunas lágrimas brotaron de sus ojitos tristones. No sentí pena por él, si no por mí. No odiaba a papá, solo sabía que no lo amaba. Sentí culpa, creía que si en ese momento me veía en un espejo vería a un monstro. Dejó su maleta en el cuarto de invitados. Pasamos unos minutos sin hablar, incómodos por la situación. Ninguno de los dos atinaba en los movimientos. Ninguno de los dos sabía cómo empezar la conversación. Finalmente fue él.

Su voz me llamó mucho la atención. Era grave y pausada, aspiraba profundamente antes de cada oración. Me habló de su nueva vida. Me habló de tantas cosas a las que yo no encontraba importancia. Habló mucho, era un monólogo, como si no hubiera interlocutor. Yo sólo respondía con monosílabos o afirmando con la cabeza. Luego de unas horas dijo que se sentía cansado y que iría a dormir unos minutos. Otra vez quedé sentado en el sofá, extrañé la luz que se filtraba por la ventana.

Abrí la puerta de la habitación. Me acerqué suavemente a la cama. Contemplé cada línea de su rostro. Me acerqué cada vez más a él, siempre evitando hacer ruido. No había dudas, ya nada sería lo mismo para mí.

FIN

domingo, 12 de septiembre de 2010

Emergency Blanket - Picture of a Dream (Video Clip)

El deber y la gloria

          Estudio Ciencias de la Comunicación. Mi meta es especializarme en publicidad y, como quien no quiere la cosa también en relaciones públicas, aunque lo mío, creo yo, es más la publicidad, el diseño y la redacción publicitaria. No quiero ser soberbio, pero creo que a veces soy creativo.

Pues bien, todo esto me ha traído más de una vez la idea de ganar alguna vez algún premio por hacer mi trabajo, que espero ejercer. Algunas personas de mi entorno no confían mucho en mí, ya hablaré en otro momento de eso. Pues bien, decía que me preocupa mucho el valor que se le pueda dar a un premio en esta profesión, cuánto puede influir un premio en la publicidad, y si el afán de conseguir uno pueda ejercer una influencia negativa al momento de diseñar o redactar en publicidad.

Entonces, pensándolo muy bien, repito que esta idea no es nueva, aunque esto no asegure que mi conclusión sea correcta, aquí se las presento: el publicista no debe tener como prioridad el conseguir un premio por ejercer su trabajo.

Ya lo dice mi profesor de de redacción publicitaria de quien no recuerdo el nombre, siempre lo olvido. “Los publicistas somos mercenarios, hacemos las cosas por encargo”. Es decir, los publicistas no hacemos arte de lo que nos nazca, sino partimos de lo que otros, en este caso el anunciante quiere comunicar o mostrar. Entonces nos debemos a ese anunciante quien es el que nos paga el sueldo, y no podemos arriesgar el objetivo de llegar bien al público objetivo por tratar de hacer una pieza altamente artística pero sin ninguna relación con el anunciante y el mensaje que este quiere.

El profesional en publicidad debe pensar en su cliente, en decir el anunciante. Su deber es ofrecer un producto publicitario que transmita las características que hacen distinto al producto o servicio del cual se habla. Y si la idea lo permite, los premios llegarán por añadidura.

jueves, 9 de septiembre de 2010

El perdedor

Siempre ha sido así, nosotros los perdedores ya no soñamos con alcanzar sueños imposibles. Las caídas han sido duras, y han sido muchas, todas dolorosas, todas sustanciales, todas nos enseñaron a ser escépticos, desconfiados.


Perdí tantas veces, que el último golpe recibido que recuerdo es, justamente, el último que recibí. Y este golpe sí que dolió, quién me puede refutar que los golpes duelen más cuando, precisamente, no son golpes en el sentido físico de la palabra. Aquellos que son más sangrientos cuando no merman el cuerpo sino aquello llamado alma; que son más carnívoros cuando no tocan carne pero el dolor penetra hasta los huesos.

Es claro que fue una mujer quien me ha recordado que los fracasados no deben atreverse a soñar. Lo tenía claro: ella solo me traería problemas. Y así fue. Cada gesto dulce invitándome a seguirla por los laberintos de su rostro frágil y dulce. Cada instante que yo pensé en ella me elevó a una dimensión de colores extravagantes, vientos calmados, olores de ensueño y suavidad de nubes esponjosas acariciando cada uno de mis órganos. Me sumergí en un placer delicioso. Me extasiaba el solo hecho de imaginar mis manos tocándole los labios suavemente, y luego rozar su cuello largo y envenenado de sensualidad, resbalar por sus pechitos en formación, besar su abdomen y consumar mi amor a ella.

Todo aquello era un sueño que ella alimentaba cada día. Cada instante a solas era una invitación a algo que desconocía: la pasión extrema. Sentía que el cualquier momento no soportaría más, y le besaría ese cuellito que me traía loco, con pasión enloquecida y ternura inconmensurable. Pero no lo hice, y ella se divertía viéndome temblar ante ella, calculando cada palabra, me mordía los labios y cruzaba las piernas, era tonto pensar que ella quisiera algo conmigo. Me gustaba ser su esclavo, era feliz estando cerca de ella. Ella se divertía con cada gesto que hacía para agradarle, pero nunca fui más que un simple niñito bobo.

Ella me usó, y yo lo acepté con una sonrisa. Y volé tan alto que, aún hoy, no creo haber tocado fondo. Un día simplemente no aguanté más. Las luces débiles de la calle en la que vivía fueron mis cómplices. Me acerqué suavemente a sus labios, los rosé por unos segundos. Entonces la brutalidad de una fuerza superior a las mías me arrolló sin piedad. Yo no soy quien tú crees, me dijo, eres lindo, pero poquita cosa, niño, el juego ha terminado. Y el perdedor se fue a casa resignado, saboreando el dulce sabor de los labios de su amada opacado por el agrio de su desprecio.