martes, 12 de abril de 2011

La casa muerta

Desde que la llave gira y la puerta chilla estruendosa al abrirse, descubro el frío intenso de estas paredes carcelarias. Una pequeña maceta con una lúgubre flor marchita me dan la bienvenida a la casa muerta. Cruzo el pequeño patio delantero cubierto por enredaderas secas, rosas marchitas y polvo a montones. Todo es distinto aquí adentro. El atmósfera pesada, el olor a viejo, el sonido a desolación; todo oprime fuertemente mi pecho, y me descubro tan vulnerable a la muerte. En esta casa no puedo sentir protección, jamás existió un hogar cálido y amigable. Porque deben saber algo: en la casa muerta los muertos viven, respiran y caminan, pero cada uno vive o muere, en todo caso no importa, en soledad, como si el cielo o el infierno de cada uno no pudiera ser compartido con los demás. Yo vivo mis días muertos también solo. Respiro el mismo aire que cualquiera afuera, pero el aire de esta casa es tóxico, envenena cada órgano y cada recodo del alma.
Atrás queda la luz del día, el calor intenso y el aire puro. Adentro el mundo es oscuro y triste, tanto que visto el mundo desde la única ventana que da a la calle la visión es pesimista, trágica. Reconozco que tengo mucho miedo a asomarme por esa ventana y ver afuera el infierno o el cielo. La ventana está en la habitación más grande, el que alguna vez ocupó mi abuelo, mi padre y mi madre, mi prima, mi primo, y en el cual yo rehusé vivir. La habitación es amplia, y eso la hace más tenebrosa. Los sonidos del mundo se pierden antes de entrar, es una cámara del silencio, donde los ecos del interior retumban eternamente. Yo dormí allí una vez en mi vida, puede oír el lamento de mi abuelo, los sollozos de mi madre y los gritos de mi padre. Desde entonces la pena me mata. Esa habitación de la que les hablo ahora permanece cerrada, pero no con llave, cualquiera puede entrar y ver la extraña luz que entra por la ventana e incita a asomarse y descubrir la tragedia del mundo. Pero nadie entra, para todos nosotros esa puerta permanece cerrada y nadie habla de ella. Pero en esta casa es muy fácil no decir nada. Las comidas en familia, cuando las hay, que son muy pocas veces, por suerte,  transcurren silenciosas, apenas el ruido de los cubiertos provoca un eco espantoso que hace perder la calma. Todo sucede en medio de una tensión aguda, al borde de estallar.
Hoy parece no haber nadie en casa. ¡Vaya tontería! Si siempre parece no haber nadie, los muertos son silenciosos. Pero ahora que lo pienso bien, más que muertos, todos los que aquí vivimos o morimos, como se quiera, somos fantasmas de aquel que vive en el mundo exterior. Pues no crean que siempre estemos muertos. Al pasar esa puerta y recuperar nuestros pulmones el aire del exterior, nuestro cuerpo es materia palpable otra vez.
Subo muy despacio por las escaleras hacia mi habitación. Allí la luz es tísica y la sombra gorda, como diría Vallejo. En general la casa se mantiene siempre a oscuras. Yo intenté alguna vez abrir las ventanas de la sala y el comedor, pero la luz se rehusaba a entrar, como si el miedo se apoderara de la luz, al menos eso me pareció. Pero, como ya les dije, la ventana que da a la calle es la única por la cual entra luz, ¡pero qué luz señores!, ya les hablé de mi miedo a esa luz y a esa ventana y no diré más.
Hoy no pretendo permanecer mucho tiempo aquí. Generalmente paso las tardes enteras leyendo en mi habitación, siempre en silencio, escuchando música en mi cabeza, ¡los audífonos son muy ruidosos! Hoy no. Hoy saldré a cualquier parte, caminaré por calles bulliciosas y caóticas buscando pistas de algo que no conozco. Hay ocasiones, hoy es una de ellas, en las que me gustaría conocer a Alejandra, tal vez a la Maga, o quién sabe, quizás encontrar un amor sin buscarlo, alguien que me saque del cementerio en el que vivo.

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