domingo, 16 de enero de 2011

Noche de rompecabezas

         Habías esperado tanto este momento, lo habías imaginado tantas veces que cuando llegó te quedó un vació ¿qué estaba fallando? ¿Por qué esa sensación de vacío, de parcialidad, como esa sensación al ver que falta una pieza en el rompecabezas más complicado, estropeado por esa última ficha? ¿Cuál era la ficha que faltaba ahora? Todas estas preguntas inundaban tu mente mientras sentías en tus labios ese movimiento delicado y tierno de los labios de ella. Sentías, también, sus manos, de dedos largos y hermosos, acariciándote la espalda y la cabeza, mientras sostenías su cintura con mucho cuidado, como queriendo no romper una pieza muy delicada. ¿Por qué no te sentías realizado con este beso tierno que tanto esperaste?

¿Cuánto tiempo habías estado enamorado de ella? Años. Desde la secundaria. Desde que la viste habías esperado este beso, esa caricia bienhechora en tu espalda y tu cabeza, mientras ese largo beso te quitaba el aliento. Si la amabas tanto, ¿entonces qué? No encontrabas una respuesta a estas preguntas. Aunque en el fondo estaba muy claro y, a lo mejor solo era cosa de voltear la cabeza. La amabas, pero, indudablemente ella no a ti. Lo habías sabido siempre ¿no?, y aún así jamás te importó. ¿O sí?

A ti siempre te gustó, en cambio a ella le había costado un año darse cuenta que existías. Ese día lo recordabas bien. Comenzaba quinto año y, como siempre, tú eras el primero en llegar al aula cada día. Los rezagos del verano aún se sentían, el sol naranja arreciaba, y el interior del aula estaba plagado de esa luz. Entonces entró ella. Luego, cuando lo pensaste mejor, si no hubiera sido por esa casualidad, por el hecho de no haber nadie más en el salón, ella jamás se hubiera fijado en ti. Pensaste luego que si alguien más hubiera estado en ese momento ella no te hubiera dirigido esa sonrisa inmensa y blanca. Sí, seguramente eso hubiera pasado, porque luego de unos minutos alguien más entró al salón y tú volviste a desaparecer de su mundo.

Mientras sentías ese calor en tu estómago, que se expandía en todo tu cuerpo, recordabas con tanta nitidez la primera vez que ella te había hablado. Fue a la mitad de ese último año de colegio. Después de tantos meses espiando cada gesto dulce de ella desde lugares diversos y lejanos a ella, buscando impregnar en tu memoria, como en una cámara fotográfica, sus ojos grises, siempre vidriosos. Faltaban pocos días para el viaje de promoción, ¿qué dijo? Eso no lo llegabas a recordar. Te había agarrado de sorpresa con una pregunta a quemarropa. Ni te había saludado, nada, simplemente se acercó y ¡zas! Que te dispara la pregunta. Te costó una barbaridad salir de ese estado de coma, de congelamiento. No recordabas qué te dijo, solo el momento, como ver una película en “mute”. ¿Cuánto duró? Para ti una eternidad, eso es seguro. Pero en realidad no habían cruzado sino un par de preguntas y tus respuestas monosilábicas.

Te había sorprendido mucho verla años después de la mano con ese tipo. No te sorprendía verla con otro tipo, durante la secundaria ella había tenido dos enamorados. No era una sensación nueva. Lo que te había sorprendido era verla a tan solo unas cuadras de tu casa, además del simple hecho de verla otra vez luego de tres años. La última vez que la viste había sido en la graduación del colegio. La veías desde lejos abrazándose con sus amigas y amigos, deseaste tanto recibir un abrazo de ella, pero no ocurrió. Pero te había sorprendido todavía más escuchar tu nombre desde lejos. No lo podías creer. Y tú que pensabas que ni sabía tu nombre. Igual, tu inseguridad hizo que no voltearas la cabeza, creías que no era contigo la cosa, que ella llamaba a alguien más con el mismo nombre que tú. Otra vez tu nombre entonado por su voz amigable, tierna y a la vez tan segura. Volviste la mirada y la viste levantar la mano, lanzándote un saludo desde lejos, mientras con la otra mano sostenía el brazo de su acompañante. Otra vez quedaste congelado.
 
Se acercó a ti y te dio un beso y un abrazo, te saludaba como se saluda a un gran amigo al que no se le ve desde hace mucho tiempo atrás. Te presentó a su acompañante, tenía un nombre complicado. Luego del cómo estas, dónde estudias, qué estudias, qué sabes de fulanito o tal muchachita bajita y más, ella te sorprendió, como tantas otras veces sucedería desde entonces, con una pregunta: ¿Cuál es tu número de teléfono? No perdamos contacto. Deberíamos reunirnos con la promoción un día. Entonces se despidió. La emoción se hacía visible en tus manos temblorosas y tu sonrisita idiota, la misma que ponías cuando te encontrabas en una situación bochornosa.

Esa noche ni dormiste. Te la pasaste reviviendo viejas ilusiones de la época escolar. Nadie te quitaba esa sonrisa boba de la cara. En la oscuridad de tu cuarto, el recuerdo de esa tarde se repetía una y otra vez. Estabas en un estado entre despierto y dormido, observando atentamente las hojas de un libro que estaba sobre la mesita de noche, cuando sonó el teléfono en el primer piso. ¿Qué hora era? La emoción se apoderó de ti al instante, corriste al primer piso y contestaste. ¿Aló? Era ella. Y como esa primera vez que te dirigió la palabra, no se detuvo en un saludo, fue al grano con otra pregunta a quemarropa. ¿Estás ocupado? ¿Puedes salir? Claro que no estabas ocupado. ¿Quién está ocupado un día martes a las tres de la madrugada? Claro que se verían. Ibas inmediatamente. Te vestiste tan rápido como pudiste. A tropezones bajaste las escaleras, encendiste el viejo carro herencia de tu abuelo y partiste.

La encontraste en el lugar previsto, sentada sobre la vereda con las manos abrazando sus rodillas. Hacía frío. La abrigaste con tu casaca y la subiste al carro. Sus ojos estaban vidriosos, como siempre. No. No como siempre. Había llorado. Era realmente hermosa, pensabas, mientras le veías la cara, de perfil, ligeramente inclinada hacia adelante. ¿Lloraba? Sí, lo hacía en silencio. De sus ojos salían lágrimas que recorrían sus mejillas y desembocaban en sus piernas. Nunca volverías a verla llorar. No te atrevías a preguntarle qué le pasaba. Solamente manejabas a la deriva, sin rumbo. No tenía a quién llamar, perdón por despertarte a esta hora. No importaba. La llevaste a su casa. Cuando llegaron, ella permaneció quieta en el asiento del copiloto. Tenía le expresión muy lejana, los ojos clavados en la calle interminable. Luego de unos segundos ella se despidió sin decir palabra, sólo levantando la mano derecha y moviéndola de un lado a otro con apática tristeza. Mientras volvías a casa, el daguerrotipo de su rostro de perfil, inmensamente triste, se repetía una y otra vez en tu memoria. Era muy hermosa.

Amanecía cuando llegaste a casa. Muy pronto te bañaste y saliste a la universidad. Los días siguientes solo pensarías en ella. Te intrigaba saber qué había pasado esa noche. ¿Cuánto tiempo pasó? Mucho, sin duda. Para ti el tiempo ya no se medía por días ni horas, sino por las veces que pensabas en ella. Miles al día. Estabas sentado, luchando para concentrarte en hacer un trabajo, cuando el timbre irrumpió en la paz de tu casa. A través del ojo mágico su rostro no perdía su belleza. Congelamiento, descongelamiento. Abriste la puerta, y ante ti otra vez su gran sonrisa. Vengo a darte la casaca que me prestaste, la encontré mientras ordenaba mi cuarto, hace semanas que no lo hacía. ¿Cuánto tiempo hablaron? Horas. Ella estaba sobre tu cama, con los pies descalzos, ojeando el libro que tenías en la mesita de noche. Hablaron de libros, música y del colegio. Te sorprendió que ella recordara ese primer acercamiento, cuando, en ese salón cubierto por esa luz naranja de la mañana, te sonrío. Se fue muy entrada la noche.

No sabías qué pretendía. Si estaba enamorada de ti o no, si al menos le gustabas. En toda esa conversación te había hablado de miles de cosas, pero nunca de las personas con las que había salido los últimos años, ni del tipo de nombre raro. El resto de la noche transcurrió mientras terminabas apresurado el trabajo de la universidad.

Te irritaba no saber nada de ella durante semanas. Desaparecía durante días cada vez más largos para ti. Esperabas con impaciencia el sonido del timbre de la puerta y corrías excitado hacia la puerta, y era cualquiera menos ella. El teléfono jamás sonó. Jamás te atreviste a pedirle el número de celular o de teléfono. Y si te hubieras atrevido, tu atrevimiento no huera alcanzado para marcar y llamar. Desde siempre sus encuentros los decidía ella. Así sería también esta vez.
 
Te despertó el timbre de la puerta. Eran las cinco de la mañana. El cielo comenzaba a iluminarse tímidamente. Entró muy tranquila, llevaba ropa de deporte. Te llamó la atención, a diferencia de otras veces no sus ojos, sino esa armonía que formaba sus ojos con sus labios, su nariz y su cabello muy negro. Jamás decía hola. Esta vez tampoco. Habrá una reunión de la promoción el sábado, iremos juntos, pasas por mí a las nueve. Se despidió son una sonrisa cómplice y traviesa. Se fue trotando, sin darte la oportunidad de responder o aceptar la invitación, si es que a eso se la podía llamar invitación, era más bien una orden. Y así hubiera sido una invitación, y te hubiera dado la oportunidad de decidir, igual hubieras dicho que sí.

Muy puntual como siempre tocaste el timbre de su casa. Estaba más hermosa que nunca. Tenía puesto un pequeño vestido negro, usaba tacones altos. Hasta entonces jamás habías visto la forma tan perfecta de sus piernas. Camino a la fiesta no cruzaron palabra. Ella estaba muy seria mirando con atención las puertas de las casas. Encendió un cigarrillo. Desde que la había encontrado otra vez, esa vez estaba más callada que nunca, muy misteriosa. Siempre misteriosa. Solo habló cuando llegaron a la fiesta. No bailaron, no bebieron. Solo se miraban y, esporádicamente, hablaban de cosas sin sentido. Le habías perdido el miedo a su presencia, a su belleza.

Entonces ocurrió. Lo habías esperado durante tanto tiempo ¿no? Lo habías imaginado tantas veces. Al fin ella acercaba sus labios a los tuyos. Sentías el aroma de su piel tan cerca. Era un aroma dulce. Pero, algo andaba mal. ¿Te habías dado cuenta? Claro que sí. El tipo de nombre raro estaba delante de ustedes y miraba atentamente la escena. Entonces supiste, sin lugar a dudas, que no le importaste. Pero no te sentías mal. No. Te habías quitado un peso de encima. No sabías bien qué era. Pero la ligereza con la que te pusiste de pie y la seguridad con la que saliste del lugar y te fumaste unos cigarrillos en la calle, no eran propios de tu personalidad. Sin duda algo había terminado. Eso te hacía bien, como cuando se encuentra la pieza perdida que faltaba para armar ese difícil rompecabezas que nos tomó tanto tiempo armar.