martes, 2 de noviembre de 2010

El miedo del viejo Alfonso

       Cuando despertó muy temprano como todos los días desde que tenía uso de razón, Alfonso respiró profundamente asomándose a la ventana de su habitación en el segundo piso de un edificio de departamentos, y vio el amanecer más hermoso que jamás haya visto y fue inevitable recordar a Sara, su gran amor de toda la vida, que por esas cosas del destino o simplemente la vida, había muerto hace ya muchos años. Luego de tanto tiempo el recuerdo de ese día se mantenía intacto en la memoria del viejo. Cada detalle, en apariencia insignificante, se mantenía inalterable a pesar del paso de los años. Pero era un día hermoso, el sol se aproximaba lentamente dibujando las siluetas de los edificios negros, y el viento casi imperceptible de la mañana mecía son suavidad y dulzura el cabello gris del viejo Alfonso.    
Pronto la callecita en la que estaba ubicado su edificio se vio envuelta por esa luz mágica que se filtraba a través de las separaciones de los edificios. La luz alcanzó los pequeños árboles del patio delantero y todo pareció cubierto por una luz angelical, celestial. Entonces tuvo la certeza de que aquello que  estaba experimentando solo era revelable a alguien que iba a morir. Pero Alfonso siguió inalterable observando la magnificencia del espectáculo que tal vez le era obsequiado por alguna deidad.
La muerte está próxima, pensó. Terminó sus ejercicios matutinos, se bañó y buscó dentro de una caja de cartón en el que yacían viejos vinilos de boleros y valses criollos. Desempolvó su tocadiscos, tras unos golpecitos al aparato un disco de Felipe Pinglo comenzó a girar. Las notas de la guitarra de mezclaban con el sonido del agua que caía de la ducha y golpeaba contra la bañera La voz de Pinglo se opacaba ante la grave voz de Alfonso. Se vestía mientras tarareaba, se ponía un terno azul marino, muy elegante. Se mecía de un lado a otro bailando con el aire, le tomaba la cintura le sonreía con coquetería…amar no es un delito, porque hasta Dios amó… un par de vueltitas, y la sorpresa de descubrirse solo. Solo en este cuarto. Solo en este mundo. Hoy no hay lugar para tristezas de antaño, pensó, sonriéndole al mismo aire cálido que hacía las veces de compañera de baile.
El café se enfriaba de tanto mover la cucharilla en la taza. Se había quedado viendo una burbujita que daba vueltas al ritmo que imponía la cucharilla, giraba atrapada por el remolino oscuro que se iba enfriando. Cuando la burbuja desapareció tuvo la certeza que no importaba cuánto hiciera para luchar con su tristeza, ésta siempre se impondría y buscaría la manera de atormentarlo, partiendo de cosas muy simples como una burbujita en el café.
No quiso saber más. Cerró suavemente la puerta de su departamento algo venido a menos desde hacía algún tiempo. Ya en la calle, el aire húmedo y frío entró a sus pulmones y exhaló. Echó a andar por la calle en la que había conocido a Sara. Sarita, linda Sarita, tu carita tan hermosa como tu sonrisa, la misma sonrisa que me dejó, Sarita, viejo y cansado. ¿Qué importa la vida si uno no aprende a vivir sin ti, linda Sarita? Nada importa. Los días son feos para quien te extraña mi amor, son fríos y grises aunque el sol salga en el oriente e ilumine y llene de color el resto del mundo. Te traigo hoy rosas rojas, porque son las que más te gustaron. Sí, Sarita, tienes razón, todos estos años fui un miedoso, nunca pude soportar la idea. Pero ¿qué podía hacer? ¿Cómo aceptar tu partida? Solo hoy, linda, solo hoy he comprendido y pronto estaré contigo. Pero no quisiera irme sin haber visto antes tu última morada en la tierra, pues tan temeroso fui que me rehusé a asistir a tu entierro. Hoy estaré contigo antes que se ponga el sol. Y estas rosas no son para que me perdones no haberte visitado todos estos años, sino para que me perdones por apurarme, por impaciente, pero cuarenta años son muchos. No soporto más. Hoy partiré. Y la rosas son para que me perdones si a donde voy no es contigo.